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El dilema salvadoreño frente al combate a las pandillas

Democracia bajo excepción: ¿victoria o riesgo?

En El Salvador se libra una de las más contundentes batallas contra el crimen organizado en el continente americano. La gestión del presidente Nayib Bukele ha logrado según cifras oficiales reducir drásticamente los índices de homicidios, extorsión y violencia que durante décadas mantuvieron secuestrado al país. Pero este éxito en materia de seguridad ha sido acompañado por un fenómeno de alto interés para la observación política y jurídica: el cuestionamiento del equilibrio entre Estado de derecho, garantías democráticas y el endurecimiento legal impulsado bajo un régimen de excepción que ya suma más de dos años.

Desde marzo de 2022, el gobierno salvadoreño ha declarado un estado de excepción prorrogado más de veinte veces, amparado constitucionalmente por la Asamblea Legislativa. Esta medida ha permitido detenciones sin orden judicial, restricción del derecho a la defensa, limitación de reuniones públicas y otros recortes a las garantías individuales. A mayo de 2025, más de 80,000 personas han sido detenidas, de las cuales, según el Ministerio de Seguridad, más de 6,000 han sido liberadas por falta de pruebas, mientras que las organizaciones de derechos humanos afirman que al menos 5,000 de ellas fueron detenidas arbitrariamente (Human Rights Watch, 2024).

Frente a esta realidad, las voces se polarizan. De un lado, la ciudadanía muestra un respaldo de más del 85% al gobierno de Bukele (CIESCA, Barómetro Latinoamericano, 2025), celebrando la recuperación de zonas históricamente dominadas por las maras Salvatrucha (MS-13) y Barrio 18. Del otro, ONG y organismos internacionales como Amnistía Internacional y la CIDH expresan su preocupación ante una presunta ‘institucionalización del autoritarismo’ que podría abrir grietas profundas en la democracia salvadoreña.

La administración Bukele ha sido categórica: los organismos que critican el plan de seguridad muchas veces representan agendas que no coinciden con el interés nacional, e incluso han sido acusados de recibir financiamiento extranjero condicionado a una visión sesgada de los derechos humanos. “No podemos permitir que en nombre de derechos individuales se perpetúe un modelo de impunidad colectiva”, declaró el ministro de Justicia, Gustavo Villatoro (La Prensa Gráfica, enero 2025).

Esta afirmación abre un debate necesario: ¿puede la defensa de los derechos humanos coexistir con un modelo de seguridad radical y eficaz? La experiencia salvadoreña, como laboratorio regional, nos obliga a reformular muchas premisas.

Por un lado, es innegable que el Estado salvadoreño recuperó su monopolio legítimo de la fuerza, desplazando a estructuras paralelas que durante décadas dominaron comunidades enteras. Según datos del Observatorio Universitario de Derechos Humanos de la UCA, el año 2021 cerró con 1,147 homicidios, mientras que 2024 lo hizo con cifras inferiores a los 150 asesinatos, un descenso histórico.

Sin embargo, la misma universidad documentó 157 casos de tortura o trato cruel en centros penitenciarios bajo la actual política de seguridad. La paz no puede edificarse sobre la violación sistemática de las garantías del debido proceso, afirman en un reciente informe (UCA, mayo 2025).

De igual modo, la narrativa estatal que señala a las ONG como enemigos del pueblo genera un precedente peligroso: puede debilitar a la sociedad civil organizada, indispensable en cualquier democracia funcional. El pluralismo institucional y la rendición de cuentas no deben ser sacrificados en aras de una eficacia momentánea. Tal como advirtió el Relator Especial de la ONU para los Derechos Humanos, Clement Voule, ‘el combate al crimen no puede convertirse en excusa para desmontar las bases del Estado de derecho’ (ONU, abril 2024).

No obstante, resulta igualmente injusto invisibilizar el alivio palpable que muchas comunidades salvadoreñas experimentan hoy. ‘Ahora mi hija puede ir a la escuela sin que le pidan ‘la renta’ (extorsión)’, expresó una madre de Soyapango entrevistada por El Faro (marzo 2025). Este sentimiento es real, y para millones, representa una victoria que durante muchos años esperaron los salvadoreños.

En conclusión, el caso salvadoreño no debe ser leído desde ópticas binarias. No se trata de romantizar la represión ni de idealizar un modelo que puede derivar en autoritarismo, pero tampoco se puede ignorar que por primera vez en décadas El Salvador dejó de ser sinónimo de terror cotidiano. El verdadero desafío consiste en restablecer las libertades restringidas sin desmontar los logros en seguridad. Solo así podrá consolidarse una paz sostenible y democrática.

La región entera, incluida la República Dominicana, debe observar con atención crítica, pero también con humildad. Lo que ocurre hoy en El Salvador no es un fenómeno aislado, sino un espejo adelantado de los dilemas que muchas democracias frágiles podrían enfrentar si no logran conciliar justicia social, institucionalidad fuerte y respuesta efectiva al crimen organizado.

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