
En el teatro crudo del poder, lo que se ve no es lo que es. Quienes se aventuran a observarlo desde la butaca del ciudadano común solo alcanzan a percibir una coreografía cuidadosamente ensayada, un espectáculo de luces y sombras donde los actores principales no necesariamente son los más sabios, sino los más astutos.
Esta verdad incómoda la que no se enseña en las aulas ni se predica en discursos es la que se oculta tras el barniz institucional del sistema democrático. La historia y la teoría política, sin embargo, no se andan con eufemismos. Ya Nicolás Maquiavelo, en El Príncipe, advertía que el gobernante no debe ser virtuoso, sino parecerlo; no debe ser justo, sino eficaz; no debe buscar la verdad, sino lo que funcione. Así, la política no premia al sabio, sino al que sabe actuar el papel del sabio.
En la política real, como bien señalaba Carl Schmitt, el verdadero poder no se juega en el parlamento ni en las urnas, sino en la capacidad de decidir sobre lo excepcional, sobre lo que escapa a la norma. Y esa capacidad no surge de la inteligencia pura, sino de la astucia una cualidad que se cultiva en la experiencia del poder, no en la teoría.
La inteligencia, en el terreno del poder, tiene un techo bajo. Cuando el político comienza a pensar más de lo que actúa, a reflexionar más de lo que simula, se convierte en un extraño dentro del propio sistema que pretende dominar. Llega un momento en que su nivel de análisis lo desconecta del lenguaje común del poder. Y entonces ocurre el fenómeno de la incomprensión: nadie lo entiende, y él ya no puede actuar sin traicionar lo que piensa. En ese punto, comienza la caída.
Michel Foucault también lo explicó: el poder se sostiene no por la verdad que lo acompaña, sino por la red de relaciones que lo respalda. Es una arquitectura de alianzas, pactos tácitos, silencios cómplices y gestos estudiados. Quien no aprende a moverse en ese mapa sucio de la realidad política está condenado a ser desplazado, por más preparado que esté académicamente o por más nobles que sean sus intenciones.
La política, nos dice también Pierre Bourdieu, es un campo de lucha donde cada actor intenta imponer su visión del mundo como legítima. Pero esa imposición no se logra con razones puras, sino con el manejo del poder simbólico, con la capacidad de convencer y en muchos casos, de manipular.
En este contexto, el político astuto no necesita ser un gran intelectual, pero sí debe ser un excelente lector de lo humano, un equilibrista entre el pragmatismo y la simulación. Debe conocer los códigos de la élite, pero también saber cuándo romperlos. Debe estar dispuesto a perder su alma en la oscuridad de un pacto, si con ello se asegura una silla en la mesa del poder.
El mensaje para quienes aspiran a entrar en la política es claro: la política no es un templo de ideas, sino un laberinto de intereses. Y para sobrevivir en él, no basta con la inteligencia: se necesita astucia, sangre fría, y una sensibilidad para lo ambiguo que a veces raya en el cinismo.
Pero también este artículo es un grito para la sociedad civil, para ese ciudadano que cree que elegir es suficiente. Es hora de mirar la política con otros ojos: entender que detrás de cada sonrisa hay una estrategia, y que, en el poder, muchas veces, lo verdadero no es lo que se dice, sino lo que se oculta.
La verdadera transformación política no comenzará cuando el más sabio llegue al poder, sino cuando el pueblo entienda cómo se ejerce realmente ese poder. Solo entonces, tal vez, la astucia deje de ser una ventaja desleal y comience a equilibrarse con la verdadera virtud.