
José Augusto Acevedo
Sé que amistades muy apreciadas se han sentido incómodas con mis opiniones sobre el conflicto entre Rusia y Ucrania. Sencillamente, entiendo el lado ruso en el conflicto.
Y no me interesa justificar la guerra —ninguna guerra merece ser celebrada—, pero sí entender las causas que nos han traído hasta aquí, porque sin comprender la historia, repetimos sus errores y caemos en relatos simplificados que solo sirven para avivar el fuego.
Estos son los hechos, totalmente comprobables:
En 1991, cuando la Unión Soviética se desmoronó, se estableció un acuerdo entre Gorbachov y Bush: la OTAN no se expandiría hacia el este. Era un compromiso verbal, de esos que en política son más importantes que un documento firmado. Pero en 1994, Bill Clinton decidió ignorarlo y, en 1999, la OTAN incorporó a Hungría, Polonia y la República Checa. Rusia protestó, pero no tenía fuerza para resistirse.
En 2004, la expansión continuó: Estonia, Letonia, Lituania, Bulgaria, Rumania, Eslovenia, Eslovaquia. Rusia, ya con Putin al mando, dijo “basta”. Pero Occidente hizo oídos sordos.
Luego vino 2008, y la OTAN decidió iniciar conversaciones con Ucrania y Georgia. Ahí sí que Moscú entendió que se estaba dibujando un cerco. No era una amenaza imaginaria. Si Rusia intentara poner bases en México o Canadá, ¿EE.UU. no reaccionaría? Todos sabemos la respuesta.
Rusia decidió frenar a Georgia con una intervención militar. En 2010, EE.UU. desplegó misiles en Polonia y Rumania, en otro paso de la escalada. Ese mismo año, Ucrania eligió a Viktor Yanukóvich, un presidente que propuso neutralidad entre Rusia y Occidente. Pero en 2014, EE.UU. apoyó un golpe que lo sacó del poder.
Crimea entró en el tablero. Rusia tenía un contrato para el uso del puerto de Sebastopol por 25 años, pero el nuevo gobierno ucraniano empezó a mirar hacia la OTAN. En respuesta, Moscú se anexionó Crimea. No fue un acto espontáneo ni un capricho imperialista, sino un movimiento geopolítico predecible dentro del ajedrez que EE.UU. y la OTAN llevaban años jugando.
Después vino el tratado de Minsk II, que le daba autonomía a las regiones rusoparlantes del este de Ucrania. La ONU lo respaldó. Pero Ucrania lo ignoró y en el Donbás empezó una guerra interna donde murieron miles de rusoparlantes.
Finalmente, en 2022, EE.UU. declaró que tenía derecho a poner misiles donde quisiera en Ucrania. Fue el detonante. Putin no esperó más y ordenó la invasión. No para expandir su imperio, sino para impedir que la OTAN siguiera avanzando en su frontera. Al séptimo día de guerra, Zelensky estaba listo para firmar la neutralidad, pero Biden lo convenció de seguir adelante.
Desde entonces, un millón de ucranianos han muerto en una guerra que pudo haberse evitado. ¿Rusia es inocente? No del todo. Pero tampoco es el villano en esta historia. Defienden su integridad territorial y la seguridad de sus conciudadanos. Luego de repetidas advertencias.
No les pido que estén de acuerdo conmigo, solo que entiendan que no veo este conflicto con las gafas de la propaganda de un solo bando. La guerra no empezó en 2022. Sus raíces vienen de décadas de decisiones que muchos prefieren ignorar.
Hoy, la guerra sigue. No sabemos si por poco o mucho tiempo. Cerca de un millón han muerto, ucranianos y rusos. Y más allá de los discursos y las discusiones alteradas, sigue en pie la vieja pregunta: ¿qué pasó con aquella promesa de 1991?
Lo demás es ruido. Lo demás es propaganda. Lo demás es la arrogancia de quienes se creen dueños de la historia, sin detenerse a leer lo que la historia intenta contarles.
PD Tengo abundantes enlaces de prensa para quienes deseen informarse de fuentes más allá de tantos medios controlados por EE.UU. y sus aliados, repetidores del mismo discurso antagonista.